¿Por qué comemos más cuando estamos nerviosos, ansiosos o estresados?
Muchas veces confundimos el hambre física con el hambre emocional. Muchas veces compensamos nuestro malestar con la comida, es decir, hacemos grandes ingestas en función de nuestro estado de ánimo.
Claro que no es sano estar sin comer mucho tiempo: comer es una necesidad física y biológica. Sin embargo, existe un hambre que es de fondo emocional y que es muy fácil confundir con el hambre físico. El hambre emocional aparece a menudo en situaciones marcadas por el estrés, la ansiedad o el nerviosismo, y está situada en la mente.
Llamamos “Comedor Emocional” (CE) a la persona que ingiere una cantidad excesiva de alimentos según su estado emocional, principalmente, bajo las emociones negativas. Además de la preferencia por alimentos más calóricos, la sensación de hambre no se va a pesar de ingerir dichos alimentos y, muchas veces, aparecen la culpabilidad y la vergüenza por comer de forma excesiva. Esa sensación de hambre y la necesidad de realizar una ingesta excesiva de alimentos suelen acompañar a situaciones estresantes como un examen, una entrevista de trabajo u otra situación importante.
¿Por qué algunas personas bajo situaciones estresantes tienen la sensación de que se le “cierra el estómago” y pierden el apetito, mientras que en otras la ansiedad funciona como un desencadenante del hambre?
El hecho de que algunas personas pierdan el apetito cuando están ansiosas o nerviosas tiene una explicación fisiológica. Nuestro organismo percibe las emociones negativas como un riesgo o una amenaza a nuestro equilibrio físico o psicológico, lo que provoca una respuesta fisiológica que sería la liberación de glucosa en sangre, lo que, a su vez, suprime la sensación de hambre. Ya en el caso de que las emociones desencadenen el hambre, no hay un mecanismo fisiológico que lo explique, sino que comer en respuesta a determinados estados emocionales es una conducta socialmente aprendida y es algo que está muy arraigado en nuestra cultura.
La comida se tornó el centro de cualquier reunión social: “quedamos para comer/cenar y luego vemos”. Además, siempre tenemos una excusa para comer lo que queremos: un café para ayudarnos a despertar, chocolate para darnos energía, dulce porque estamos “deprimidos”, etc. Siempre nos mimamos a nosotros y a los demás con algún “caprichito” alimentario.
A todos nos ha pasado alguna vez dejarnos llevar y consumir alimentos en exceso, pero cuando esta conducta se realiza de forma habitual, sobre todo cuando no somos conscientes de ella, comer para calmar el hambre emocional puede afectar no solo al peso como al bienestar psicológico y a la salud en general.
Es muy importante que aprendamos a gestionar de forma correcta las emociones negativas provocadas por determinadas situaciones estresantes que, muchas veces, son situaciones que ocurren a menudo en nuestra vida diaria, y no recurrir a grandes ingestas para encontrar el bienestar emocional.
¿Cuáles son las posibles consecuencias del hambre emocional?
Entre las consecuencias físicas más importantes que podemos encontrar cuando recurrimos a este tipo de conducta, son el sobrepeso y la obesidad, y todo lo que conlleva: enfermedades cardiovasculares, respiratorias, diabetes, hipertensión, entre otras. Aunque no nos podemos olvidar que, con el hambre emocional, existe también la posibilidad de que suframos otros trastornos alimentarios como la anorexia, la bulimia o el trastorno por atracón.
Si utilizas la comida de forma compulsiva, como anestésico para gestionar las emociones negativas, y eso te produce más emociones negativas, entrando en una espiral, es hora de buscar ayuda de un profesional. Hay tratamientos y técnicas consolidadas que te pueden ayudar a salir de esta situación.
Si crees que no puedes hacerlo solo/a, estamos aquí para ayudarte.
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Sandra Ribeiro
Psicóloga General Sanitaria (M-34885)
Profesora Asociada del Dpto. de Psicología de la Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la UNED
Profesora del Máster en Psicología General Sanitaria de la Universidad Villanueva
Responsable de formación y supervisora de casos clínicos en el Servicio de Psicología Aplicada (SPA) de la UNED