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Vínculos que duelen: Heridas de la infancia y su impacto en nuestras relaciones

Vínculos que duelen: Heridas de la infancia y su impacto en nuestras relaciones

Vínculos que duelen: Heridas de la infancia y su impacto en nuestras relaciones 800 800 Sandra Ribeiro

Hay heridas que no sangran ni hacen ruido, pero marcan profundamente, dejando una huella profunda en quien lo recibe desde la infancia. Muchas personas que acuden a terapia no recuerdan gritos ni golpes, pero sí una sensación persistente de no ser vistas, escuchadas ni validadas.

Estas heridas se formaron en la infancia, cuando necesitábamos sostén, mirada, consuelo y regulación emocional por parte de nuestras figuras de apego —especialmente la madre—, y no siempre lo recibimos. Quizás porque no supieron, no pudieron o no estaban disponibles emocionalmente. Como niñas/os, no podíamos entender eso: simplemente asumimos que el problema éramos nosotras/os.

En este artículo profundizamos en las consecuencias inmediatas de las heridas de la infancia y los síntomas que pueden aparecer en la niñez y en la adultez, cómo este patrón se cuela en nuestras relaciones afectivas y, sobre todo, qué podemos hacer para sanar y salir de ese lugar en el que, sin darnos cuenta, seguimos esperando que el mundo nos dé lo que no recibimos en la infancia.

Qué son las heridas de la infancia

Las heridas de la infancia o las heridas de apego son las cicatrices emocionales que se generan cuando, durante la niñez, nuestras necesidades afectivas básicas no fueron satisfechas de forma consistente, segura y amorosa. No siempre implican grandes traumas visibles; muchas veces se gestan en el silencio, en la ausencia emocional, en la respuesta errática o desbordada de quienes debían cuidarnos.

El vínculo con nuestras figuras de apego primarias —generalmente madre y padre— moldea las bases sobre las que construiremos la percepción de nosotras/os mismas/os, de los demás y del mundo. Si esos vínculos fueron seguros, aprendemos que somos valiosas/os, dignas/os de amor, y que podemos confiar en el otro. Pero si fueron frágiles, caóticos o ausentes, aprendemos a sobrevivir, no a vincularnos desde la confianza.

“No duelen tanto los gritos como las miradas que no estaban. No duele tanto lo que pasó como lo que nunca pasó.” — Sandra Ribeiro, psicóloga.

Este tipo de experiencias no tienen por qué convertirse en un juicio hacia nuestros cuidadores. Muchos lo hicieron lo mejor que pudieron con lo que tenían. Pero reconocer lo que nos faltó, sin minimizarlo, es parte esencial del proceso de sanación. No se trata de culpar, sino de comprender. Y desde ahí, empezar a elegir algo diferente para nosotras/os, para nuestras relaciones y —si somos madres o padres— también para nuestras hijas e hijos.

¿Cómo se forma una herida de apego?

Se forma cuando el niño o la niña experimenta una o varias de las siguientes situaciones de forma repetida o sostenida en el tiempo:

  • Negligencia emocional: cuando no se le atiende emocionalmente, no se valida su tristeza, miedo o alegría.
  • Incossistencia: hoy mamá/papá está disponible emocionalmente y mañana no. Esto genera confusión y ansiedad.
  • Hipervigilancia: el menor debe adaptarse al estado emocional del adulto (por ejemplo, no llorar para no enfadar a la madre/padre).
  • Castigo afectivo: el afecto se retira como consecuencia de un comportamiento considerado “incorrecto”.
  • Parentalización: se espera que la niña o el niño cuide emocionalmente al adulto (por ejemplo, consolar a la madre/padre triste o callarse para no preocuparla/o).

Estas experiencias no solo dejan dolor emocional. También enseñan a la niña o al niño estrategias para evitar el abandono, ser aceptada/o o, al menos, no ser rechazada/o. Con el tiempo, esas estrategias se vuelven automáticas y moldean nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Pero no son caminos libres, sino moldes impuestos por la necesidad de supervivencia afectiva. Donde y cómo se contruye el apego y como nos afecta en la edad adulta es un tema que abordamos en otro artículo de nuestro blog donde analizamos sus distintos tipos.

 

Cómo se siente una herida de la infancia

Las heridas de la infancia no siempre se recuerdan con imágenes nítidas. A veces no hay un “gran evento traumático” que podamos señalar, pero sí hay una sensación persistente que ha estado con nosotras/os durante años. Algo que duele, que pesa, que condiciona, aunque no siempre podamos explicarlo con palabras.

Con el tiempo, esa herida no se queda en el pasado. Se manifiesta en el presente, en cómo sentimos, cómo nos vinculamos y cómo nos tratamos a nosotras/os mismas/os. Aquí te comparto algunas de las formas más comunes en las que una herida de la infancia puede sentirse en la adultez:

▸ Sensación de vacío que no se llena con nada

Es como si faltara algo esencial. A pesar de logros, vínculos o estabilidad, persiste una sensación de que “algo me falta”. No es ambición, es carencia emocional antigua. Un eco de una necesidad no cubierta que sigue buscando ser satisfecha.

▸ Inseguridad crónica

Vivimos con el miedo constante de molestar, de no estar a la altura, de que nos dejen si nos mostramos tal cual somos. El vínculo se vuelve frágil en nuestra mente, y eso nos lleva a esforzarnos constantemente por merecer amor, aunque ya lo tengamos.

▸ Repetición de patrones de relaciones dolorosas

Solemos elegir vínculos donde nos sentimos de nuevo invisibles, usadas/os, controladas/os o desprotegidas/os. No por masoquismo, sino porque nuestro sistema relacional busca inconscientemente aquello que conoció de niña/o. Se repite el guión, esperando esta vez poder cambiar el final. Puedes leer más en el artículo: «Heridas emocionales que causan relaciones desequilibradas»

▸ Hipervigilancia emocional

Nos convertimos en expertas/os en leer el estado emocional de los demás. Antes de que alguien hable, ya intentamos anticipar si está molesto, triste o decepcionado con nosotras/os. Esto viene de haber tenido que ajustarnos a los estados emocionales de nuestra madre o padre, sin que los nuestros fueran prioridad.

▸ Autoabandono

Aprendimos a sobrevivir adaptándonos, silenciándonos, siendo la/el que no da problemas. Eso puede seguir hoy en nuestra vida adulta como una dificultad para poner límites, decir que no o reconocer nuestras propias necesidades. Cuidamos a todos… menos a nosotras/os mismas/os.

▸ Dificultad para confiar, recibir amor o pedir ayuda

Aunque anhelamos cercanía y cariño, algo dentro de nosotras/os desconfía o se retrae cuando lo recibe. O bien, sentimos vergüenza al necesitar ayuda. Esto no es frialdad: es protección aprendida. Una armadura que usamos para no sentir el dolor de la ausencia o el rechazo.

Las heridas de la infancia no se curan con exigencia, ni con perfección, ni repitiendo viejas estrategias de sobrevivencia emocional. Se sanan con una nueva manera de estar en nuestra compañía. Una forma de relación interna donde haya espacio para nuestras emociones, nuestros límites, nuestra historia.

 

“Sanamos cuando dejamos de exigirnos y empezamos a mirarnos a nosotras/os mismas/os desde el amor.”
— Sandra Ribeiro, psicóloga.

 

Duelos invisibles: formas en que nuestras necesidades emocionales no fueron cubiertas

Durante la infancia, todos y todas tuvimos necesidades emocionales fundamentales: ser vistos, escuchados, validados, amados incondicionalmente. Cuando esas necesidades no fueron cubiertas —ya fuera por falta de recursos, madurez emocional o historia personal de nuestras madres y padres—, no siempre lo vivimos como un trauma visible. Lo que sí quedó, muchas veces, fue una sensación persistente de vacío, de no ser suficiente, o de haber tenido que adaptarnos demasiado para no perder su amor. Este tema lo vemos con detenimiento en el artículo: «Las heridas emocionales de los padres y su impacto en los hijos»

Estas formas de ausencia emocional, confusión o desbordamiento afectivo no siempre se nombran, pero generan una herida silenciosa, la herida de apego, que luego se manifiesta en nuestras relaciones, nuestra autoestima y nuestra forma de estar en el mundo.

Aquí te presento algunas formas comunes en que nuestras necesidades emocionales pudieron no haber sido bien atendidas en la infancia:

1. El castigo de silencio: una forma de violencia relacional

El castigo de silencio, esa forma sutil y devastadora de retirar el afecto y la palabra como forma de control o castigo, deja una huella profunda en quien lo recibe. Consiste en dejar de hablar a la niña o al niño como forma de castigo, ignorarla/o emocional o físicamente, como si no existiera. Esto genera una angustia profunda: la niña o el niño no sabe qué ha hecho mal ni cómo reparar el vínculo. Aprende que su valor depende de su capacidad para no molestar.

“Si me porto bien, mi madre/padre me habla. Si no, dejo de existir.”

Para una niña o un niño, el silencio de quien le cuida no es paz: es abandono emocional. Aprendimos que nuestro valor podía depender de nuestro comportamiento y que, si no éramos “buenos”, merecíamos ser ignorados.

“Cuando mi madre se enfadaba conmigo, dejaba de hablarme. Podían pasar horas, días… y yo no sabía qué había hecho mal.” — Lucía, 39 años

“Todavía hoy, si alguien me deja de contestar un mensaje o se aleja sin explicaciones, siento el mismo nudo en el estómago que cuando mi madre me ignoraba de pequeña.”  — Marta, 30 años

“Mi padre podía pasar días sin hablarme, sin mirarme, como si no existiera. Lo peor era que nadie en casa lo consideraba raro. Yo pensaba que algo en mí estaba roto.”  — Pablo, 47 años

“Mi madre podía estar días sin hablarme por no haber recogido mi habitación.” — Maricarmen, 53 años

Este tipo de vínculo genera un dolor silencioso que, en muchos casos, se arrastra hasta la edad adulta, afectando la autoestima, las relaciones y la manera de afrontar el conflicto emocional.

2. Cuando sentir no estaba permitido

  • “No llores, eso no es nada.”
  • “Estás exagerando, no es para tanto.”
  • “Los niños fuertes no tienen miedo.”
  • “¡Qué sensible eres!”
  • “Estás siendo dramática.”

Frases como estas enseñan que las emociones son un problema, que hay que esconder lo que sentimos o, incluso, desconfiar de nuestra propia percepción. Aprendimos a tragarnos el llanto o a reír cuando estábamos tristes, para no molestar.

3. Parentalización: Ser el sostén emocional de mamá o papá

Quizás no lo vimos así en su momento, pero cuando un niño tiene que cuidar emocionalmente al adulto —escucharlo, consolarlo, protegerlo—, se invierten los roles. Esto se llama parentalización. Puede que nos volviéramos “maduras/os” muy pronto, pero el coste fue dejar de ser niñas/os.

4. Las comparaciones constantes

  • “Tu hermano sí que me ayuda.”
  • “A tu edad yo ya sabía hacer eso.”
  • “Ojalá fueras más como…”

Las comparaciones, aunque comunes, dejan una huella de insuficiencia, como si nunca fuéramos lo bastante buenos. Aprendimos a competir por afecto o a vivir con la sensación de estar siempre por debajo.

5. La crítica como forma de vínculo

En muchas familias, el afecto venía acompañado de exigencias, juicios o expectativas constantes. No se gritaba ni se pegaba, pero el amor era condicional.Te querían… si sacabas buenas notas, si ayudabas en casa, si no te enfadabas, si no molestabas

  • La crítica se volvía la forma de estar en contacto: era la manera en que tu madre o padre te miraba, te prestaba atención, o se implicaba contigo. Te corregía “por tu bien”, te exigía “para que fueras fuerte”, te señalaba los errores “para que no los repitieras”.
  • Pero lo que aprendiste en lo profundo no fue amor incondicional. Aprendiste que tu valor estaba en no fallar. Que solo eras digna/o de afecto si eras impecable, útil, brillante o “la/el que no da problemas”.

Esto deja una herida muy concreta: la autoexigencia como forma de vida. Una voz interior que no perdona fallos, que siempre empuja, que rara vez celebra. Y que, muchas veces, repite ese mismo patrón con los demás: ya sea criticándolos o eligiendo personas que nos critican, porque ese es el lenguaje afectivo que conocimos.

6. La culpa como forma de control

  • “Con todo lo que he hecho por ti…”
  • “Me vas a matar de un disgusto.”
  • “Qué ingrata/o eres.”

Estos mensajes pueden parecer pequeños, pero en la infancia pesan. Nos enseñan que nuestros deseos, decisiones o necesidades dañan a quienes queremos. Y así, aprendimos a desconectarnos de lo que necesitamos para cuidar al otro.

Impacto de las heridas de la infancia en la adultez

Las heridas de la infancia no se quedan en la infancia: se filtran en nuestras relaciones adultas, a veces sin que seamos conscientes. Son esas emociones intensas que sentimos “sin motivo aparente”, esas reacciones que parecen excesivas, o esas elecciones que repetimos y no entendemos del todo. Algunas de las formas más frecuentes en que se manifiestan incluyen:

  • Hipersensibilidad ante el rechazo:
    Cualquier señal de desaprobación, silencio o distancia puede activar una alarma interna. Incluso situaciones neutras —una demora en responder un mensaje, un tono de voz diferente, una mirada evasiva— pueden sentirse como una amenaza de abandono. La herida se reabre fácilmente, porque no está cerrada del todo.
  • Relaciones basadas en la complacencia o en mendigar atención:
    Nos volvemos expertas/os en detectar lo que el otro necesita, en adaptarnos, en evitar el conflicto… pero nos olvidamos de nosotras/os. A veces, incluso, aceptamos migajas emocionales con tal de no quedarnos solas/os. Esto no es debilidad: es un intento desesperado de no volver a sentir el dolor de ser ignoradas/os o no vistas/os en la infancia.
  • Miedo desproporcionado ante los silencios de la pareja:
    Cuando el silencio se utilizó como castigo —como en el caso de muchas madres o padres emocionalmente inmaduras/os o con rasgos narcisistas—, el silencio actual no se vive como espacio, sino como castigo o amenaza. Es una herida antigua activándose en el presente.
  • Normalización de vínculos emocionalmente negligentes:
    Si crecimos sintiendo que lo “normal” era no ser escuchadas/os, no ser consoladas/os, no ser importantes, es fácil que de adultas/os repitamos esos vínculos. No porque los deseemos, sino porque nos resultan familiares. Y lo familiar suele sentirse seguro, aunque duela.

Cómo sanar las heridas de la infancia y romper patrones emocionales dañinos

Sanar las heridas de la infancia y romper un patrón emocional no empieza con fuerza de voluntad ni con exigencia. Empieza con conciencia y con presencia. Repetimos lo que conocemos porque en su momento nos ayudó a sobrevivir, a adaptarnos, a conservar el vínculo con nuestras figuras de apego. Por eso, al principio, el patrón se resiste: parece protector, incluso necesario.

Romper estos bucles implica caminar hacia una nueva forma de vincularnos con nosotras/os mismas/os, con nuestro mundo interno y con los demás. No es fácil, pero sí es posible. Aquí algunos pasos clave para iniciar ese camino:

1. Nombrar lo que dolió, sin justificarlo

El primer paso para sanar es poder ponerle nombre a la herida emocional. A veces cuesta, porque sentimos que al hacerlo estamos traicionando a nuestros padres o siendo “ingratas/os”. Pero reconocer el dolor no es atacar a nadie, es validar tu vivencia interna. Puedes decir: “Mi madre/padre no supo acompañarme emocionalmente”, o “Sentí que tenía que ganarme su amor”… sin que eso niegue otras partes de tu madre/padre que pueden ser buenas.

No necesitamos demonizar a nadie, pero sí permitirnos contar la verdad emocional de nuestra infancia.

2. Dejar de buscar fuera lo que faltó dentro

Muchas personas caen, sin darse cuenta, en lo que el Dr. José Luis Marín llama el bucle de reivindicación: un intento inconsciente de que alguien, hoy, les dé el amor, el cuidado o la validación que no recibieron de niñas/os. Buscan que sus parejas, sus amistades o incluso sus psicólogas/os «reparen» esa carencia.

Pero ningún vínculo actual puede devolvernos una infancia distinta. Sanar no es conseguir lo que no tuvimos, sino construir una nueva relación con nosotras/os mismas/os desde el presente y, desde ahí, también construir vínculos sanos con nuestro entorno.

3. Cultivar el vínculo interno

Cuando el vínculo con mamá/papá fue inseguro, ausente o doloroso, muchas veces nuestra relación con nosotras/os mismas/os quedó afectada. La voz interna se volvió crítica, autoexigente o incluso ausente.

Romper el patrón es aprender a ser una presencia segura para ti misma/o:

  • Reconocer tus emociones sin juzgarlas.
  • Preguntarte “¿Qué necesito?” en vez de “¿Qué esperan de mí?”
  • Cuidarte, sin esperar a que todo se derrumbe.

Este es un proceso profundo, que muchas veces requiere acompañamiento terapéutico, especialmente si hay trauma relacional. Pero cada pequeño acto de presencia interna es un ladrillo nuevo en tu casa emocional.

4. Poner límites, aunque incomode

Si aprendiste que amar es complacer o adaptarse, poner límites puede parecer un acto de egoísmo o amenaza. Pero no lo es. Los límites son una forma de decir: “Esto también cuenta. Yo también cuento”.

Poner límites a personas que perpetúan dinámicas dolorosas (una madre crítica, una pareja que guarda silencio como castigo, amistades que no respetan tus emociones) no significa dejar de amar. Significa amarte también a ti. Puedes leer más en: «La habilidad de decir NO: aprende a establecer límites saludables»

5. Repetir el nuevo patrón… hasta que lo sientas propio

Al principio, los nuevos vínculos sanos pueden parecer aburridos, incómodos o poco intensos. Pero no es que falte amor: es que no hay drama, ni hipervigilancia, ni ansiedad disfrazada de pasión.

Insistir en lo nuevo —relaciones más equilibradas, elecciones más conscientes, formas de hablarte con más compasión— es lo que te permite, con el tiempo, sentir que ya no estás repitiendo tu historia, sino escribiendo una nueva.

Estamos aquí para ayudarte.

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Sandra Ribeiro

Psicóloga General Sanitaria (M-34885)

Profesora del Dpto. de Psicología de la Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la UNED

Profesora del Máster en Psicología General Sanitaria de la Universidad Villanueva

Responsable de formación y supervisora de casos clínicos en el Servicio de Psicología Aplicada (SPA) de la UNED

 

 

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