Las heridas emocionales de los padres y su impacto en los hijos
Desde la infancia, tendemos a ver a nuestros padres como figuras todopoderosas, personas que tienen todas las respuestas y que actúan de manera justa y amorosa. Sin embargo, al crecer, nos damos cuenta de que ellos también tienen heridas emocionales, historias de dolor, experiencias traumáticas y patrones aprendidos que influyen en la forma en que nos crían.
Es natural que, si sufrimos en nuestra relación con ellos cuando niños, nos preguntemos qué hicimos mal o por qué no fuimos lo suficientemente buenos para recibir el amor y la validación que necesitábamos. Sin embargo, la verdad es que su comportamiento no fue una respuesta a nuestro valor como hijos, sino una manifestación de sus propias luchas internas.
Cada generación arrastra consigo una carga emocional que, muchas veces, no ha sido procesada. Experiencias de abuso, abandono, carencias afectivas o exigencias desmedidas pueden marcar la forma en que una persona se relaciona con sus propios hijos. Si un padre o una madre creció en un ambiente donde el amor era condicional o inexistente, es probable que reproduzca un patrón similar sin siquiera ser consciente de ello.
Esto no justifica el dolor que causaron, pero ayuda a comprender que su incapacidad para amarnos plenamente no fue culpa nuestra. Su reacción ante nuestras necesidades, emociones y logros no dependía de quiénes éramos, sino de las limitaciones emocionales con las que cargaban.
La injusticia de no haber podido cambiarlo
Uno de los mayores duelos que enfrentamos al sanar es aceptar que, por más que hubiéramos hecho todo bien, no habría cambiado el resultado. Los niños intentan ganarse el amor de sus padres de muchas formas: siendo obedientes, callados, responsables, brillantes o incluso sacrificándose para no incomodar. Pero ninguna estrategia puede llenar el vacío que hay en alguien que no sabe o no puede amar de manera sana.
Aceptar esta realidad es doloroso, porque significa renunciar a la esperanza de que podríamos haber hecho algo diferente. Significa entender que el problema no era nuestro y que no estaba en nuestras manos corregirlo.
Rompiendo el ciclo y sanando la herida emocional
Cuando reconocemos que las heridas emocionales que recibimos vienen de las heridas emocionales de otros, podemos empezar a sanar. No se trata de justificar ni de minimizar el daño, sino de dejar de cargar con una culpa y asumir una responsabilidad que no nos pertenece.
Sanar implica:
- Aceptar que el dolor fue real y válido, sin minimizarlo ni compararlo con el de otros.
- Darnos permiso para sentir el duelo por la infancia que no tuvimos y por las carencias emocionales que nos marcaron.
- Poner límites cuando sea necesario, entendiendo que protegernos también es parte del proceso.
- Buscar espacios de apoyo y comprensión, como terapia o comunidades donde podamos compartir y procesar nuestra historia.
Hoy eres una persona adulta que puede poner límites, decidir quedarse o alejarse… Puedes decidir quién quieres a tu lado y quién no.
No podemos cambiar el pasado ni convertir a nuestros padres en las figuras que necesitábamos, pero sí podemos decidir qué hacer con lo que vivimos. Podemos elegir sanar, romper el ciclo y construir relaciones más saludables para nosotros y para quienes vienen después.
Porque las heridas emocionales que nos hicieron no tenían que ver con nosotros, sino con ellos. Pero nuestra sanación sí es nuestra responsabilidad, y en ella está nuestra verdadera libertad.
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Sandra Ribeiro
Psicóloga General Sanitaria (M-34885)
Profesora del Dpto. de Psicología de la Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la UNED
Profesora del Máster en Psicología General Sanitaria de la Universidad Villanueva
Responsable de formación y supervisora de casos clínicos en el Servicio de Psicología Aplicada (SPA) de la UNED